Erase una vez dos arboles pequeños, un roble y un haya que fueron plantados en la entrada de una hermosa finca. El roble se hizo hermoso y grande enseguida, mientras el haya parecía derrengado, triste y contenido, el roble le atrapaba con sus ramas por arriba y sus raíces por abajo, le limitaba la absorción del agua de la tierra, y le tapaba la luz del sol, sólo le quedaba crecer débilmente hacia arriba para poder atrapar algún rayo de sol.
El guardia pasó un día y se quedó admirando la belleza del roble, mientras pensaba que le podía pasar al haya, no entendía por que no crecía, por que sus ramas parecían atadas a su tronco, y apenas asomaban por sus ramillas cuatro hojas.
El guardia pensó y pensó, y decidió arriesgarse a trasplantarlo, ya que sus sospechas de que sufría por posesión de su espacio por el roble podía ser un motivo de su lento crecimiento al echar raices y ramas y de su aspecto enfermizo.
Así que con unos compañeros, lo llevo cerca de un riachuelo y allí esperaron día tras día que se repusiera, y así fue se convirtió en el árbol radiante, alto, muy alto, con una copa enorme de ramas que se extendían en un ancho perímetro, era el más bonito de la zona. El roble no le dejaba crecer y desarrollarse libre y el cambio fue su salvación.
El guardián se sentía muy orgulloso de verle así, le gustaba admirar su belleza y su capacidad de superación.
A veces no nos dejan crecer
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