Él era del Madrid, trabajaba en una empresa de reparto a
domicilio, a la salida del trabajo antes de llegar a casa, pasaba por el supermercado
para comprarse las cervezas y paraba por el
bar del barrio para fumarse en la terraza unos cigarros, tomando unos vinos con
los amigos de turno. A esa hora pasaban las señoras de las tiendas del barrio cargadas
como mulas y a ellos les encantaba mirarle los culos, se quedaban hipnotizados
con el vaivén de las nalgas. Un día le tuvieron que dar un brusco golpe en la
espalda, pasó la mujer de Fredi el mecánico, que tiene el culo cubano, es decir
gordo y respingón. Fredi nunca se comió
una rosca, era feo y le olía el aliento, pero se fue un verano a Cuba con una
bolsa llena de bragas acrílicas y vino con ella, su futura señora, nos contó la
típica historia de que se enamoraron en la Habana.
Él, visto el éxito que tuvo Fredi, hizo lo mismo con su mujer
y esta le dijo sin acritud:
-
Estás
bragas se las regala a tu madre, que le vendrán muy bien. Y ya te he dicho que
cuando me vayas a regalar algo, me des el dinero, que tengo el cuarto lleno de
reliquias para poner una tienda de souvenirs.
Todas las mujeres del barrio estaban
fichadas, y clasificadas según la intensidad de la pisada de sus tacones, el
trasero y las que venían de frente, producían un efecto descolgamiento de
cabeza de arriba abajo, como los gatos y perritos del tiempo, esos que llevaban los
coches detrás en los años 70. ¡Era de lo más cómico!. Ellos, claro no se veían,
pero la vecina de enfrente del bar, viuda, que en el intervalo del final de
sálvame naranja de tele 5, hasta first day de la 4, les miraba asintiendo con la cabeza y pensaba:
-
Dios
mío, son todos iguales, solo piensan en el sexo.
Cuándo había partido, a la viuda se
le acababa el espectáculo, porque se metían dentro, pero los gritos, insultos a
los jugadores, árbitros, jueces de línea eran demoledores. Además las aficiones
estaban repartidas, empezaban con los jugadores y terminaban con las mujeres y
madres de los que allí compartían mesa y jornada futbolística. Siempre igual,
Vicente el dueño del bar habitualmente los echaba en el último minuto. Y siempre lo
mismo prometían no volver, boicotearle y arruinarle
el bar, pero era fruto de la bebida, allí estaban al día siguiente, sentados escuchando el ruido de los
tacones, viendo el vaivén de los culos, y los movimientos ascendentes y
descendentes de los pechos del barrio y cuándo había partido, isultandose, haciendo aspavientos. Soltaban la tensión del trabajo pero todavía les quedaba llegar a casa y sabían que no iba a ser fácil. Como él siempre podrían recurrir a las cervezas del coche, la mejor anestesia para afrontar la vida en familia.
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