Érase una vez un niño mimado y caprichoso, se le juntaba todo, además era muy muy ambicioso en sus deseos. Un día fue a unos grandes almacenes con su familia y al pasar por el departamento de juguetes, agarró el juego de mesa de la independencia y pidió a sus padres que se lo comprase, los padres le dijeron que no, que ya le habían comprado muchos y su voracidad no tenía límites, así que no, no y no. Entonces el niño Puigdemont se enfadó se agarró fuerte al juego y echó a correr tan rápido que desapareció entre la gente, se metió debajo de una mesa de ordenador de unos de los departamentos de hogar. Se agarró tan fuerte que hundió todas las esquinas del juego de mesa de la independencia incluso se hizo marcas en los brazos, sería difícil reparar la caja, estaba muy dañada.
La familia le gritaba que donde estaba, preguntaban a las gentes con las que se cruzaban que si alguien lo había visto, por megafonia describían al niño, moreno, pelo casco y gafas.
El encargado del centro hizo de mediador entre los padres y el niño, ya que sabían que se había escondido, ¡sal !decía una y otra vez, me llamo Roger, ¡sal!, que te regalo el juego, que yo te apoyo. Pero el niño nada, ni se movía, sabía que se la jugaba.
Pasaron horas, el niño vio que con su actitud no conseguiría nada por que eran sus padres los que tenían que confirmar sus deseos, y en la familia existían unas reglas, unos principios.
Al final el niño puigdemont soltó el juego y salió llorando, los padres le dijeron una y otra vez que eso no se hacía y que ahora su actitud tendría consecuencias, entre otras estar castigado en el cuarto una buena temporada. Así el niño rebelde aprendió a asumir las normas, las reglas familiares y no volver a actuar al servicio de su capricho.
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