martes, 30 de julio de 2019

LA RESIDENCIA.

Se cerró la puerta de la residencia. María se estremeció, no sabía por qué, ni que había ocurrido, no se planteaba nada. Solo que su corazón , se sobresaltó. Empezaron a brotar le lágrimas  de unos ojos vidriosos y poco despejados, quizás por el cansancio de vivir, de disfrutar. Eran ojos caminantes, ahora sin brújula,  pero caminantes.
Se quedó quieta, cogiéndose de las manos y empezó a mecer a su bebé.  Un bebé que ahora ya, tenía cincuenta años. Detrás de la puerta se marchó él, después  de pasar el día con ella. De correr empujando su silla por un campo de margaritas. En el que Juan las deshojaba diciendo mama te quiero, me quieres, no te quiero, no me quieres para terminar con la última gritando ¡mamá te quiero, me quieres!.
Cuándo maría escuchó el portazo agudo al cerrarse esa puerta, le empezaron a brotar las lágrimas, no tenían fin, era un continuo fluir sin gesticular, impasible llanto silencioso, sin gemidos que la cubría y mojaba. Nadie ni ella misma sabía  lo que le pasaba, el por qué de sus lágrimas. Solo lloraba. No sabía,  que había  hecho durante todo el día. Su mente invernaba sin pausa, pero su corazón seguía latiendo, seguía  funcionando sin tener nombre para su emoción, para su pérdida, un se fue sin precintar.
Nada la consolaba y seguía llorando sin parar, hasta que el sueño la venció.
Corría  de la mano con Juan, era pequeño y salado. Atrapaban las nubes y se las guardaban en los bolsillos, luchaban con ramas caídas de árboles, pisaban charcos y riachuelos, se retozaban por el suelo. Mientras Juan le retaba con su palo: -¡vamos, mamá, lucha!. Ella, le miraba, atrapada en su energía.
María, se sentó por la mañana sonriendo en su mecedora frente a la ventana del jardín. No sabía que pensaba, ni siquiera si lo hacía.  No sabía en qué dirección miraba  si hacía los cipreses o hacia su interior. Pero parecía,  solo parecía esperar que volviese el motivo por el que llorar, cuándo se volviera a cerrar la puerta.

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