martes, 26 de noviembre de 2019

EXTREMO DURO.

Rodrigo siempre tenía preparados en el estuche bolígrafos negros de punta fina, por si Enrique se lo pedía para los exámenes. Siempre lo hacía, contaba con ello.
Mientras Enrique se fijaba en Laura, sin pestañear. En su pelo y su cuerpo adolescente, despuntaba un cuerpo muy sexy. Rodrigo cada día estaba más enamorado de Enrique, de su pelo negro ondulado y de ese culo que marcaban sus vaqueros desgastados. Algo que le hacía soñar continuamente y que dibujaba en su cuaderno de los dioses del Olimpo . Allí estaba él, todo poderoso con esa barba de tres días, vestido con túnica blanca y un hermoso tridente.
Cuándo llegaba a casa limpiaba los bolígrafos para que siempre estuvieran impolutos para Enrique.
Aunque él solo tuviera ojos para Laura.
Pasó el tiempo y llegó el día de la graduación. Al final de la celebración en el salón de actos del instituto, se abrazaron todos por sugerencia protocolaría del equipo directivo, pero el abrazo de Rodrigo a Enrique duró lo que el de todos, aunque para Rodrigo fue eterno. Fue la recompensa a toda la tinta prestada en esos bolis de punta fina, y a toda la que gasto dibujando a Enrique como un dios fuerte y musculoso.
Fue también la despedida de los deseos fundados y alimentados con la rutina diaria, en el anhelo de fraguar algo unidireccional, que nunca sucedió, únicamente en la mente adolescente, en la ilusión, en idolatrar, en el soñar a diario.
Rodrigo estudió restauración en la universidad de Bellas Artes en Madrid. Se presentó a una oferta de empleo para el museo del Prado y la consiguió. Trabajaba de ocho de la mañana a seis de la tarde.
Alquilo un piso cerca de la zona del museo e iba a comer todos los días al bar del camino.
Con su primer sueldo se compró a extremo duro, un gran danés que lo era todo para él. Tenían una complicidad increíble. Extremo duro era la abnegación más absoluta con su dueño, le recibía con un abrazo, salían a dar un paseo y se comían la barra de pan a medias.
Rodrigo se lo llevaba a comer al bar el camino, le dejaban comer con él en una mesa en la terraza, era cortesía por ser tan buen cliente. Extremo se portaba genial, salvo el dilema de su tamaño. Rodrigo le enseñó a enrollarse para que ocupase lo menos posible.
El día 23 de diciembre como todos los días Rodrigo, después de trabajar abrió la puerta y Extremo no fue a buscarle. Le vio tirado en la entrada encima de una manta que tenían en el salón para taparse los días de mucho frío. Rodrigo corrió hacia él, todavía estaba caliente, pero no respiraba. Se abrazó a el animal desesperado. Hubo unos momentos que le pidió irse con él.
- No me dejes!..No me dejes!.
Llamó al veterinario de urgencias pero nada pudieron hacer. Una muerte súbita.
No paraba de preguntarse por qué, pero la respuesta de la vida era de los más mezquina.
Por que sí...
El día 24 de diciembre, día de nochebuena, Rodrigo se levantó pronto para recoger las cenizas de Extremo duro. En el camino se encontró un puesto de un nigeriano con mariconeras y se compró una para meter las cenizas del perro, así no tendría que quitársela nunca.
Después se fue a trabajar, no quería coger el tren para ver a la familia, estaba muy compungido, triste, y para nada quería aguarle la fiesta a su madre. Le dijo que un compañero había perdido a un familiar y él le hacía el turno del 24.
Salió de trabajar a las tres con la soledad de no tener a su amigo, no fue a comprar el pan, ni a pasear.
Se fue al bar el camino y esta vez entró hasta dentro. Era un bar con una barra muy larga que finalizaba en un pequeño comedor. Era mucha la gente que comía en la barra, con las prisas adheridas a sus venas. Madrid es lo que tiene.
En medio de la barra un cartel que ponía servicio lento. Rodrigo preguntó por qué ponía eso. El camarero de la primera parte de la barra le dijo que el camarero era muy simpático pero que era ciego. A pesar de eso la barra por ese lado estaba llena. Se dirigió allí y se hizo un hueco. El camarero llevaba gorra y gafas redondas de sol a lo John Lennon. Rodrigo dijo:
- ¡Buenos días!.
El camarero sacó un paquete con un lazo y se lo dejó a Rodrigo en la barra.
- ¿Que es esto?, preguntó Rodrigo.
El camarero respondió:
- En Navidad no se pregunta, solo recoge respuestas que la vida te vaya regalando.
Rodrigo abrió el paquete. Se sorprendió, era un estuche de bolígrafos negros de punta fina.
Inmediatamente supo quien era. ¿Que le había pasado a su amado Enrique?, ¿Que hacía allí?,
Enrique sabía que Rodrigo comía con Extremo duro todos los días en el bar, había escuchado su voz en varias ocasiones y esperó que llegara el momento.
Rodrigo esperó que saliera Enrique de trabajar para contarle tantas cosas. Se fueron a pasear
Enrique se quedó ciego en un accidente de moto. Tuvo que dejar el trabajo de comercial y el bar el camino le ofreció ese puesto por que entre otras cosas desgravaba. Además había sido su motivación para superar todos los obstáculos que era una ceguera en la madurez.
Su abuelo murió pensando que se había quedado ciego de tanto masturbarse, ya que no le había conocido nunca pareja. Enrique descubrió en la universidad que sus apetencias sexuales no eran las que pensaban sus padres.
Apareció una complicidad entre ellos en aquel paseo que les hizo encontrarse en el bar Del camino muchas veces. Tantas, tantas que ya dejaron de contarlas.
A las navidades siguientes, el día 23 fue a buscarle Rodrigo al museo con algo envuelto entre sus brazos, movía las orejas y ladraba. Cuando lo vio Enrique se abrazó a los dos. Entonces lloro de emoción y gratitud.


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