miércoles, 20 de noviembre de 2019

EL ALBAÑIL

Sofía, era enfermera, cinco hijos y una custodia compartida. Su ex marido médico especialista en cirugía estética. Vive desde hace ocho años sola, aunque cada quince días llegan sus chicos, tres niños y dos niñas, todos en edad adolescente menos la pequeña de tan solo cuatro años, la única que no es de su ex marido, si no de una intensa relación con un compañero de trabajo con el que estuvo tres meses, con el que no llegó a convivir. Nunca se quiso hacer cargo de la criatura. 
Pero su ex marido la acogió como si fuera suya, ya que sus hermanos no querían separarse de ella, esos quince días y Pepe entendió que lo mejor era que estuvieran juntos. Así lo acordaron y Ada que es como se llama la niña nunca lo cuestionó, no calculó, no pensó, no relacionó. Lo dio por hecho.
Sofía sabía que llegaría la hora de aclarárselo. Pero sería a su debido tiempo.
Una situación tan difícil de sostener, se convirtió en algo fácil de llevar. Además ella tenía tiempo para ella misma, correr, pasear, leer y adentrarse en lo que más le gustaba de su profesión. La humanidad al atender a los enfermos, los cuidados del alma, la sutileza al tratar los casos, la mirada de confianza de que todo saldrá bien. Todo ello le hacía ser alguien muy especial, que tanto para los enfermos como para los compañeros no dejaba de ser imprescindible para que en su planta existiera el buen humor, el ambiente positivo y las ganas de hacer, de ayudar, de descubrir, de amar. Volcar todo ese amor que tenía y que no podía dar a sus hijos en esos 15 días, que tanto le costó rellenar. 
No contaba en su día con que todo se acabaría y hasta que emprendió el vuelo de nuevo con un piloto distinto, tuvo que pasar el calvario de encontrar los recursos para volver a vivir con las mismas ganas que antes, encontrarse a sí misma, quererse, y saberse importante en un mundo que no había compensado su entrega y le había quitado la poca prepotencia que podía tener por no pertenecer a una vida femenina en la India, África, China o cualquier parte del mundo, donde a la mujer se la veja, se anula y se la destruye.
Llegó a casa, eran las 2,30, fue a darse una ducha. El día había sido muy duro. Un paciente con el que tenía mucho feeling, del que había aprendido mucho y con el que por sus circunstancias había compartido mucho tiempo. Había fallecido por la noche, no se llegó a despertar. Sofía estaba triste y relativamente contenta ya que murió como quería, quizás en un bonito sueño.
El agua salía helada, se le estremeció todo el cuerpo, tornándose rígido como una piedra. Salió con gesto contrariado, movió las llaves del agua, miró envuelta en una toalla el calentador, pero nada.
Se vistió como pudo, abrigándose con un chándal y se puso una pinza en el pelo. Bajó a llamar a un fontanero, se dio cuenta que la lluvia había calado su habitación, debía de ser de una fisura del tejado.
Fue a comprobar la cadena del váter y no iba, además de que parecía perder agua a todo tren. 
Se levantó un fuerte viento y se desplomó el toldo de la terraza.
Se tiró en el sofá y le empezaron a brotar unas enormes lágrimas. Ahora la inundación estaba dentro de ella, no paraba de llorar. Estaba harta de contenerse y su casa le estaba haciendo un favor, le estaba ayudando a desahogar. Su energía, estaba produciendo un tremendo estruendo.
Cuando se calmó llamó a su administrador y le dijo que le enviaba un albañil. A las dos horas llegó, se saludaron, quizás las miradas se cruzaron en unos segundos y se esquivaron, había algo entre los dos que les intimidaba. 
Para él, era fácil arreglar todo lo que para ella era un imposible. El reparó su caos, en apenas dos horas.
Su casa volvió a ser la que era. Entonces se dio un baño con agua caliente de esos que relajan cada musculo de un cuerpo abatido. Se hizo una rica infusión de esas que huelen a bosque y frutos rojos,  cogió su ebook y se sumergió en su último libro No culpes al Karma de lo que te pasa por gilipollas.
De Laura Norton.

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