miércoles, 21 de agosto de 2019

UNA PUERTA A LA PLAYA

Un escalofrío, me hizo despertar, arroparme con fuerza, estirarme entre las sábanas blancas y levantarme. La puerta se entreabrió y salí, hundiendo el pié derecho en la fría arena. Una arena aterciopelada, tan fina que iba cayendo a cada paso como lo hace en un reloj de arena, que te hipnotiza y que no puedes dejar de mirar. Sentía como se escurría entre mis dedos. 
El horizonte estaba matizado por la luz de un sol naciente que abrazaba un paisaje iluminado todavía por lo que había sido una noche estrellada. El agua cristalina dejaba entrever un fondo lleno de vida y de color. Las olas eran sutiles y llegaban a mis pies con suavidad, envolviéndolos de paz y serenidad.
El sonido relajante del agua, el canto de las gaviotas, una brisa refrescante iba hidratando mi cuerpo en cada paso. 
Apareció una pequeña barca con un pescador, iba a motor, pero muy despacio disfrutando de la ruta, mirando todo lo que se encontraba a su paso, cualquier detalle era muy potente para los sentidos.
El silencio, era un canal abierto para la entrada de todo aquello que se despertaba, peces que saltaban en el agua tranquila, pájaros que despegaban sobre una pista celestial, la arena mecida por las olas en la orilla. 
Las huellas que dejaba al andar, eran dibujadas al detalle, tan perfectas que parecían no borrarse nunca, pero en un instante llegaba el agua y las hacían desaparecer como si nunca hubieran estado allí. 
Sentí los inquietantes primeros rayos de sol en mi rostro, sentí un calor acogedor que avivaba el estremecimiento de los escalofríos del rocío. Sentí la emoción de despertar y el agradecimiento de poder vivir esas sensaciones tan potentes al atravesar una puerta a la playa.

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