¡María!...¡María! gritaba su madre, mientras iba corriendo detrás de ella, pero María corría con su bicicleta, pelo al viento al igual que la muñeca que llevaba detrás de la espalda dentro de una mochila con la cabeza y los brazos abiertos, dentro cuatro o cinco más pero solo la sirena tenía el placer de volar con ella. Mientras conducía su bici gritaba como una loca, a sus seis años sentía la vida a flor de piel, con toda las emociones que se despertaban en su cerebro, una cabeza que solapaba trastada tras trastada, en este momento era escapar de cada instante imprimiendo velocidad a unos pedales que de vez en cuando tenía que soltar por que se pasaba de vueltas. Su madre se cansó de gritar, y María paró gracias a un seto, las ramas frenaron su ímpetu y dejaron que su madre por fin se acercara para decirle una vez más que fuera más tranquila que el tiempo se le escapaba entre los dedos, y los instantes se disolvían en el suelo como las gotas de lluvia en el suelo húmedo.
Seis años de nervios y emoción de descubrir, para su madre seis años de arrugas, cada cicatriz de su cuerpo, cada quemadura, cada golpe, cada susto habían hecho mella en el rostro de Penelope, una madre que vivía con el alma en vilo, con el móvil en el bolsillo, con el pensamiento en María, ella había conseguido que su vida tranquila y sosegada se hubiera convertido en una montaña rusa que solo paraba cuándo se iba con su padre, entonces cerraba los ojos y pensaba ¡que sea lo que Dios quiera, ojos que no ven corazón que no siente.
Nunca pensó que una casa pudiera ser tan peligrosa, pero cada agujero era una inquietud para la niña, por eso casi se queda electrocutada al meter unos palitos por los agujeros del enchufe del baño, primero asomó los ojos para ver si se veía la vivienda del ratón Pérez. Su padre le puso la pequeña puerta del ratón en la pared y claro por algún lado tenía que estar tumbado en su butaca, esperando que sonara el timbre o la sirena para salir corriendo a recoger el diente de María, o verle cargado con los regalitos que siempre le dejaba, un lápiz de jirafa, una sacapuntas, un juego o un caleidoscopio.
Otro día decidió utilizar la cuchilla quita pelos de mama por su pequeño cuerpo como tantas veces lo había hecho ella, gracias a que decidió probar antes con una de sus muñecas y apareció mamá al ver que estaba tan callada.
Y así una detrás de otra, la vida de María pendía de un hilo y también su integridad física por su ansia de descubrimiento, un peligro que solo podía evitarse con una vigilancia que a veces flaqueaba por cansancio y con el crecimiento, algo que a Penelope, su madre se le hacía lento y costoso.
Los condicionamientos se encargarían de encauzar ese rebelde comportamiento, de domar ese carácter, pero pasado los años María sigue queriendo conducir con las ventanillas abiertas, sintiendo que todavía siente la libertad, el viento en su pelo, y como los instantes se disuelven como gotas de lluvia en el suelo húmedo.
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