domingo, 11 de abril de 2021

LA CASA DE ENFRENTE

 No recuerdo, cuándo fue la primera vez que vi a Esther columpiándose desde el ventanal del salón, pero a partir de ese momento no dejé de verla nunca. Tenía apenas cuatro años cuándo le pregunté a mi madre quién era esa niña que siempre estaba en el columpio. Su respuesta fue otra pregunta ¿Qué niña?. Ella no la veía, estaba claro que era cosa mía y de nadie más. 

Un día le dije que si podía bajar a jugar al columpio y me dijo que sí. Las palabras tranquilizadoras de la pediatra la relajaron. Cuándo mi madre le contó lo del columpio, Carlota le dijo que era normal que las niñas y niños se hicieran amigos imaginarios. 

Desde arriba mi familia veía como hablaba sola con el columpio de al lado, no sabían que para mí era real, tan real que se volvió imprescindible, siempre bajaba a jugar y hablar con ella. Tenía un precioso pelo oscuro recogido en una coleta despeinada, unos ojos grandes y una mirada penetrante y chispeante igual que sus movimientos. Nos contábamos todo. Ella iba vestida diferente al resto de las niñas, su vestido tenía encajes, lazos y era bastante repujado. Tenía la piel blanca como la nieve y sus manos un poco sucias eran suaves como el terciopelo de los vestidos que mamá me ponía en navidad. 

Me contó que su padre y ella tuvieron un accidente mientras su madre viajaba en el Titanic, un barco que se hundió. Su padre se marchó al cielo pero ella no quiso irse y se quedó esperando a su madre en los columpios. Todos los días su padre la llama ¡Esther!, ¡Esther! y ella va para explicarle que no se irá hasta que aparezca su madre. 

Hablábamos de la escuela, la suya era muy divertida había niños y niñas de todas las edades y se lo pasaban muy bien, aunque la profesora tenía muy mal genio y a veces les azotaba con una regla o les castigaba de rodillas con los brazos extendidos y dos libros que pesaban demasiado, si se les caía les daba un reglazo. ¡Que dolor!, gritaba yo, imaginándome el impacto de la regla de madera .

Había un misterio muy grande en ella, nunca se cambiaba de vestido, ni de peinado, nunca se lavaba las manos y tampoco se ponía enferma. Mientras se columpiaba cantaba siempre una canción muy pegadiza sobre la guerra y el amor, que por lo visto le cantaba su madre y lo curioso es que mi madre me la cantaba también por que a ella se la había cantado siempre mi abuela.

Con ella aprendí a jugar con el viento y las hojas, me gustaba jugar a tensar nuestros brazos y girar a toda velocidad.

Fui creciendo y ella seguía igual, tenía siete años y siempre mantenía esa edad. 

Un día le conté a mamá todo lo que me había contado y se quedó sorprendida. Esa casa perteneció a mi abuela, allí vivía con su marido y su única hija me dijo. Un mes antes de que ocurriera lo del barco en abril de 1912 . Un matrimonio inglés  conocedor de las habilidades de mi abuela cómo modista. había solicitado sus servicios para hacerle una colección de trajes y vestidos ya que se dirigían a Nueva York para participar en un enlace de la alta aristocracia. Ella viajaba con ellos, pero  en un camarote para el servicio. En la madrugada del día 14 de  para el 15 de abril el barco chocó contra un iceberg en el océano atlántico. Fermina que así se llama mi abuela cogió ante la urgencia solo la foto de su marido y su hija de siete años y subió al bote número ocho. Allí fue rescatada. Las paradojas de la vida, quisieron que cuándo volvía hacia España, se enterase del accidente que tuvieron su esposo y su hija al caer por un puente en una embestida por la subida del caudal del río. 

La abuela nunca quiso volver a esa casa. Cuándo viene a comer los domingos llora en la ventana desde la que se ve el columpio. Cuándo te ve a ti hablando abajo se emociona, te ve mucho parecido con la hija que perdió.

¿Y que pasó después?. Pregunté nerviosa. Mi madre me contó que mi abuela conoció a mi abuelo, en el banco, cuándo fue a arreglar todo lo de la herencia de su marido, se hicieron amigos hasta que cinco años después se casaron, se fueron a vivir al otro lado de la ciudad. Me tuvieron a mi y yo muchos años después te tuve a ti. 

¿Mamá, el domingo viene a comer?, podré hablar con ella. ¿podré hacerlo?. Mejor no, respondió mi madre. Ella nunca se recuperó de la perdida y este suceso tan misterioso puede revolverla mucho.

Ese domingo, mi abuela vino a comer y me sentí más cerca que nunca de ella, quería contarle tantas cosas misteriosas que ella podía resolver pero mi madre no me dejaba. 

Esa tarde, bajé a los columpios y estuve con Esther, mi mejor amiga. Lo pasamos genial.  Hablamos y hablamos, reímos  como si no hubiera un mañana.

 De pronto mi madre me llamó, subí a todo correr, me dijo que la abuela se había quedado dormida para siempre. lloré mientras me asomé a ver a mi amiga y la vi de espaldas con mi abuela. Se iban juntas. No hubo más veces, no hubo mas encuentros pero me quedó la paz de haber conseguido terminar uno de los puzles más difíciles que había encarado hasta ahora. La vida y la muerte me sorprendió como nunca nadie lo había hecho y me pregunto: ¿Cómo pude estar en dos mundos ?. Quizás algún día me reuniré con Esther y con mi abuela Fermina. Quizás nunca se marcharon y siguen a mi lado, en silencio. 

A veces veo el columpio moverse y bajo corriendo y me siento al lado. Siento paz, tranquilidad y una serenidad que me da la brisa de ese viento que compartimos durante tantos ratos maravillosos.



2 comentarios:

  1. Me ha encantado cómo mi la historia va dando la vuelta, como una Ros quilla, acabando en un círculo perfecto.

    ResponderEliminar