jueves, 3 de enero de 2019

El ADIÓS.

Marié miró como se iba alejando el barco, su ángel cada vez se hacía más pequeño, zarandeaba su pañuelo blanco con flores de galán de noche perfumando su espacio de jazmín mientras de sus ojos brotaban lágrimas sin consuelo. Era una despedida y como todas nunca se sabe hasta cuándo o hasta nunca, en ese instante era para siempre y su corazón latía sin música sin ritmo sin fuerza, la nostalgia invadía cada vaso sanguíneo, sus pulmones entraban continuamente en apneas respiratorias, lo que agitaba más aún su ciclo respiratorio. El barco cada vez se alejaba más y más apenas le veía, apenas acariciaba su imagen, se tenía que aferrar al recuerdo, a la nostalgia de cada paseo de la mano, de esas miradas tan cómplices, de esas palabras tan hermosas, de esa música de jazz entremezclada con opera que acompañaba cada una de las escenas de ese amor ahora perdido entre las aguas de un mar que quizás nunca más le vuelva a traer. La luna llena ya no sería la misma en la que se adentraban las noches de verano, andando por la arena de la playa mientras notaban como las aguas que rompían en la orilla se metían entre sus dedos, sensaciones que nunca olvidaría, grabadas a fuego en su recuerdo. Como aquellos besos que parecían interminables, besos en los que no hacía falta respirar, algo sobrehumano inexplicable e imposible de repetir. Cuerpos que se ensamblaban como partes perfectas hechas la una para la otra. 
Ahora era el momento de pensar bajando el pañuelo y secándose las lágrimas sí realmente eso existió, si no fue un sueño, quizás volvería a casa y al dormir se despertaría sin recordarlo como una realidad. Quizás los amaneceres aparecieran estrellados y las noches deslumbradas por un sol que te obligara a cerrar los ojos, quizás debería aprender a volver andar sola, sin el terciopelo de sus besos, sin la compañía de sus manos, sin la música mezcla de jazz y opera que los acompañaba. Quizás tendría que volver a aprender a mirar el mundo sin su presencia y en cada paso en el que daba la espalda al barco se le rompía el alma, los ojos ardían humedecidos, solo veía la punta de sus tacones negros, esos que se quitaría al llegar a casa y que no sabría nunca cuándo se los volvería a poner. 
Al fondo todavía sonaba la bocina del barco, ese sonido tan doliente.

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