Hace tiempo que camino por un puerto al que llegué hace muchos, muchos años embriagada por el hechizo de la química de la atracción y no sé si del amor. Los temporales y las olas me quisieron llevar al fondo del mar y resistí agarrándome a el faro, ese que iluminó de nuevo un camino que inicié con miedos pero con mucha valentía. Esta vez me quité los zapatos, quise sentir el suelo por donde pisaba, y sentir el aire que respiraba, a sabiendas que de nuevo podía venir otro temporal y arrasar el camino resuelto, la meta aún no se vislumbraba entre los mástiles de los numerosos barcos que anclados estaban. De nuevo vino otro temporal que arrasó de nuevo el camino, conseguí agarrarme a unas amarras y dejé que pasara el mal tiempo, con el cuerpo magullado y casi sin aliento, decidí dejar el camino que de nuevo quedó tras la fuerza del agua.
Entonces me embarqué en un velero y dejé que me meciera el viento, me sentí navegar a la suerte del tiempo, a merced del movimiento de unas olas confiadas, y una corriente que acariciaba y no arrancaba. Entonces sentí frío y calor, sentí miedo y confianza, sentí las caricias del sol en una piel herida y magullada. Me sentí rendida a sus afectos, a sus abrazos, de sentada pasé a tumbada, de despierta a quizás soñaba, que escondida en un hermoso rincón, sumergida en un agua tibia , con los ojos cerrados descansaba del ímpetu de la naturaleza, de la lluvia y las marejadas. Del juego de la vida que arremete y no calla, que te lleva y que te arrastra, que te permite avanzar, que no te deja y que te atrapa. Y tras el paso del tiempo y de tan dura batalla, te dejas llevar sin resistencias, en un silencio profundo de calma, de descanso, de merecido descanso.
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