lunes, 12 de noviembre de 2018

CABALGANDO.

Corría a toda velocidad, sin ahogarme, cogiendo fuerte las riendas del caballo, la rama de los árboles pasaban por mi campo visual a un ritmo desenfrenado, no sabía si era de día o de noche y tampoco sabía las horas que llevaba encima del animal, solo cabalgaba sin conocimiento, bloqueando las muñecas y sacudiendo con mis piernas su lomo. Mi larga melena golpeaba mi espalda, retumbando en cada impacto.
 A lo lejos un árbol gigante armado de largos brazos venosos, parecían querer atraparme y me abracé a su cuello recostándome sobre él. Me sentí cerca del suelo y del cielo a la vez. Perdí la gargantilla que llevaba, esa que me regaló mi padre y que simbolizaba amor y generosidad, perdón sin rencor, melancolía y nostalgia, lucha y placer.
 las ramas me robaron la capa y me dejaron sin nada, pero no tenía frío, me sentía libre. Los dos nos hicimos uno, nos convertimos en un todo, atrapamos el viento con cada avance y no sufrimos el dolor de perder los momentos, en cada metro vibrábamos de nuevo, despegamos del suelo en una diagonal perfecta, surcando el firmamento, rompimos las barreras de las capas de la tierra. Como dos estrellas fugaces , desintegrándonos por el placer inmenso de la intensidad de vivir sin frenos.

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