Cuándo mi madre cocinaba la tortilla de patata, la casa se llenaba de un olor maravilloso que despertaba todos los sentidos. Deseabas comerte el huevo batido mezclado con las patatas fritas humedecidas en él, ese sabor saladito que presagiaba el mejor de los bocados. Era perfecta como trazada por la mina fina de un compás, tan redonda y con ese color amarillo, esfera de luz y color que llenaba como un sol toda la casa. Allí puesta en el centro de la mesa de la cocina. Nos pasábamos horas salivando hasta que levantaba el toque de queda para probarla, para fundirnos en un sabor que nos llenaba hasta las entrañas, era un momento de felicidad completa.
Mamá se marchó de viaje y nos dejó comida para cinco días y desde luego nos dejó una hermosa tortilla de patata de doce huevos ni uno más ni uno menos. Al poco de marchar supimos que tuvo un accidente y estaba en coma, era muy grave y a las pocas horas murió.
Mi hermano y yo nos metimos en internet para congelar la tortilla y que estuviera en perfectas condiciones para comérnosla más tarde, no queríamos perder el olor, el sabor, el amor que mi madre ponía al hacerla. Nos metimos en youtube y miramos como congelar productos alimenticios en las mejores condiciones, la envolvimos como nos dijo el tutorial de un experto en el asunto y la metimos en el congelador.
Crecimos y viajamos con la tortilla extremando todos los cuidados como si de un trasplante de hígado se tratase. Pasaron muchos años hasta que mi hermano mayor enfermó gravemente, durante el final de sus días antes de entrar en una inconsciente agonía decía ver a mamá en la habitación del hospital sonriéndole como lo hacía cuando nos leía cuentos maravillosos e historias fantásticas.
Decidí sacar la tortilla, quería vivir con él esos momentos de la infancia que nos hacían estremecer de felicidad. En las cocinas del hospital se encargaron de descongelar la tortilla, estaba como recién hecha, la calentaron con sumo cuidado y con un calor progresivo y suave. Nos la comimos en la habitación número doce, era día doce de marzo del dos mil doce y la tortilla era de doce huevos. Mientras saboreábamos nuestros recuerdos, nuestra madre parecía estar sentada allí mirándonos. Se nos caían las lágrimas de felicidad. A las doce de la noche mi hermano cerró los ojos con una sonrisa y se durmió.
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